Turismo responsable: ha llegado la hora de los viajes éticos y descolonizados
Cuando era joven, quería coleccionar los sellos de mi pasaporte.
Mi lista de deseos era infinita. Viajar a todos los países del mundo era realmente el sueño de mi vida. El objetivo final. La obsesión.
Fue a mediados de mis treinta, después de muchos años sin viajar, cuando mi visión empezó a cambiar. Fue entonces cuando fui testigo de la gentrificación en Madrid, la ciudad donde viví durante muchos años.
Sé que el turismo no es 100 % responsable de la gentrificación, pero sin duda contribuye a ella. Esta toma de conciencia me llevó a preguntarme cómo, como viajeros, podemos explorar el mundo sin perjudicar la vida cotidiana de las comunidades locales.
Así fue como descubrí nuevos conceptos: turismo responsable, viaje consciente, slow travel, estancias descolonizadas…
Al mismo tiempo, entendí que lo que más me gusta de viajar son los encuentros.
Quiero comprender la cultura local, aprender algunas palabras de su idioma, escuchar su música tradicional y moderna, saborear los sabores únicos de su gastronomía. También descubrir lo que significa ser mujer, ser queer o ser inmigrante en los lugares que visito.
Para vivir todo eso plenamente, también tengo un deber: contribuir a preservar esas comunidades locales. Y ahí es donde entra en juego el turismo responsable.
¿Por qué el turismo actual es un problema?
La idea aquí no es hacer sentir culpable a nadie, sino simplemente arrojar luz sobre un problema que, en mi opinión, no se menciona lo suficiente.
Una industria hoy accesible para todos (o casi).
Durante siglos, el turismo fue un privilegio reservado a la élite.
Viajar en avión o hacer un crucero era una ocasión especial, algo que se hacía para una luna de miel o unas vacaciones muy merecidas.
Luego, la industria cambió. Las aerolíneas low cost, los turoperadores y las agencias de viaje hicieron que el mundo fuera accesible para la clase media.
Las oficinas de turismo empezaron a promocionar sus destinos para todo tipo de viajeros: desde la élite adinerada en busca de lujo hasta las familias encantadas de acampar junto al mar.
Los grandes turoperadores lo simplificaron todo. Ya no hacía falta buscar un vuelo o alojamiento en un país cuyo idioma no conocías. Se encargaban de todo por ti, a un precio muy económico y atractivo.
Las aerolíneas low cost, especialmente en Europa, aceleraron este movimiento. Si no eres demasiado joven, quizá recuerdes que un vuelo París-Londres con Ryanair podía costar solo 10 €.
De repente, todos viajábamos: jóvenes mochileros rumbo a Bangkok, parejas jubiladas visitando Marrakech, familias nucleares explorando España.
Aunque debo matizar lo que digo, porque esta es una realidad propia de Occidente. En el Sur global, descubrir el mundo sigue siendo mucho más limitado, entre los altos costes y las dificultades para obtener visados.
El impacto (a menudo) negativo de Instagram
Me encanta Instagram, pero seamos honestos: esta red social ha transformado por completo nuestra manera de viajar.
El prestigio de ser “viajeros” nos impulsa a compartir cada instante. Pasamos de una playa a otra, hacemos fotos sin siquiera mirar el paisaje, bebemos matcha lattes en cafeterías con la misma estética y lo llamamos una experiencia.
No nos tomamos el tiempo de conectar con el lugar, de sentirlo de verdad, de ralentizar y empaparnos de su ritmo local.
Además, Instagram pone un foco de luz brutal sobre los lugares de moda. ¿Sería Bali tan popular entre los nómadas digitales sin Instagram? ¿Se habría convertido Sri Lanka en una nueva tendencia viajera?
Turismo masivo, consecuencias locales
¿El problema? Todos vamos a los mismos lugares.
Las oficinas de turismo han hecho un trabajo increíble promocionando sus destinos. Instagram les ha dado un empujón adicional.
Todos conocemos a alguien que alaba la calidad de vida en Barcelona, la pura vida en Costa Rica, la calidez de la gente en Ciudad de México o la belleza de las islas Phi Phi en Tailandia.
Pero ese éxito tiene un precio… alto para los locales.
Los apartamentos se convierten en Airbnbs, expulsando a los habitantes de Barcelona o Ciudad de México del mercado inmobiliario. Las playas de Costa Rica se transforman en mega proyectos residenciales que destruyen los espacios indígenas.
Y la naturaleza también sufre. Maya Bay, en Tailandia, ahora está sujeta a restricciones para proteger sus arrecifes de coral.
Capitalismo y cultura de la checklist
El capitalismo alimenta nuestra necesidad constante de coleccionar: dinero, coches, casas, hobbies, relaciones, etc. Viajar se ha convertido en parte de esta lógica de acumulación.
Fíjate en cómo reacciona la gente cuando dices que solo has ido a España e Italia, comparado con cuando dices que has visitado 30 países antes de los 30 años.
Ya sabes exactamente a qué me refiero.
Esta mentalidad moldea el turismo moderno: queremos ver el mundo, incluso sin comprenderlo. Tener fotos de 24 destinos parece más importante que una conversación profunda con una mujer beduina en un pueblo de Jordania o escuchar a una adolescente en Zagora compartir sus sueños.
Un turismo que ignora a los locales y al planeta
Obsesionados con los lugares que visitar y las experiencias que vivir, no nos tomamos el tiempo de conocer a los locales ni de entender sus luchas. Al ignorarlos, empeoramos la situación.
La mayoría de los turistas en Oaxaca, por ejemplo, desconocen que la ciudad enfrenta graves problemas de escasez de agua.
No nos preocupamos por los habitantes. Queremos vivir la experiencia. No queremos apoyar su vida cotidiana ni asegurarnos de que nuestro dinero les beneficie. Solo queremos disfrutar.
¿Y el planeta? También sufre. Volamos de Madrid a Málaga solo por un fin de semana, ignorando el coste ambiental. Caminamos por senderos frágiles sin respetar las rutas señalizadas. Consumimos plásticos de un solo uso todos los días.
Y, por supuesto, gran parte del turismo se concentra en una fracción mínima del planeta, creando problemas ambientales en esos destinos:
- Los paisajes tradicionales se degradan por las construcciones.
- Las tierras agrícolas se pierden en favor del turismo.
- El agua contaminada daña la vida acuática.
- Los residuos degradan la apariencia de los lugares.
- El transporte aéreo contribuye al calentamiento global.
- Los embotellamientos aumentan la contaminación del aire y acústica.
No se equivoquen. Entiendo perfectamente que para muchas personas viajar de manera responsable es difícil.
Cuando tienes solo dos semanas de vacaciones al año, seguramente tomarás un avión para recorrer Europa. Cuando un vuelo París–Toulouse es más barato que el tren y tienes un presupuesto limitado, elegirás volar. Cuando temes estafas en Marruecos, sé que usarás plataformas como GetYourGuide o Viator sin comprobar si las actividades son ofrecidas por empresas locales.
Aquí no quiero culpar a nadie. Solo quiero explicar y proponer algunas soluciones. Y recuerda: no necesitas hacerlo todo perfectamente, solo intentar dar lo mejor de ti.
El turismo consciente, un concepto que debemos adoptar
El turismo consciente se ha vuelto tendencia y cada vez más agencias de viaje e influencers lo adoptan. El concepto es simple: cuidar tanto del planeta como de las personas.
Priorizar el slow travel
Antes de continuar, debo ser honesta. Tengo privilegios: trabajo en línea, soy soltera, no tengo hijos, así que puedo viajar despacio durante semanas o incluso meses. No todo el mundo puede hacerlo. Pero cada persona puede aportar un poco.
Por ejemplo, en lugar de querer explorar todo Marruecos en dos semanas, concéntrate en el norte del país. Verás menos ciudades, pero las vivirás mejor. Quédate 3-4 días en cada destino, tómate el tiempo para observar el lugar, la naturaleza, las calles. Mira a los habitantes mientras realizan su vida cotidiana. Vuelve a los mismos restaurantes y entabla conversaciones significativas con el camarero.
No te limites a las visitas turísticas, participa en algunas experiencias. Aprende a cocinar un tajine, acepta ese té en la tienda, relájate en el hammam local. Vive en lugar de simplemente mirar.
Reconocer su privilegio
Practicar el turismo consciente también significa reconocer los privilegios que nos permiten viajar. La libertad de moverse, de elegir cuándo y adónde ir, no es universal.
Para muchas personas en el mundo, las fronteras están cerradas, los visados son denegados y las oportunidades están limitadas por realidades económicas o políticas.
Reconocer este privilegio no consiste en sentirse culpable, sino en ser consciente de él. Significa entender que nuestra movilidad conlleva la responsabilidad de desplazarnos respetuosamente, de devolver cuando podamos y de evitar reproducir sistemas de desigualdad.
Esta toma de conciencia lo cambia todo: cómo negociar un precio en el mercado, cómo hablar con un vendedor callejero o cómo elegir alojamiento. Viajar conscientemente es dejar de ver los destinos como parques de recreo y empezar a verlos como espacios de vida, donde los locales y sus historias importan tanto como las nuestras.
Centrarse en la conexión
El viaje consciente es la conexión con las personas y con la naturaleza.
Es la sonrisa de un camarero que recuerda cómo tomas tu café después de tres días. Es ese momento dulce al contemplar el atardecer, dándonos cuenta de lo pequeños que somos y de lo vasto que es el mundo.
También es reconectarse con la naturaleza: escuchar el viento entre las palmeras, observar cómo cambia la luz sobre el desierto al anochecer, ver a los insectos desenvolverse en sus hábitats.
Esta conexión nos recuerda que formamos parte de un todo. Nos invita a avanzar despacio, a dejar los lugares tal como los encontramos y a estar agradecidos por los paisajes que nos acogen.
El turismo descolonizado es hoy una obligación
Soy marrón. Crecí en Francia y luego viví en España. Sé lo que es ser vista a través de un prisma colonial, con una mirada llena de estereotipos e ignorancia.
Nací en Sri Lanka y mucha gente ni siquiera sabía ubicarlo en el mapa.
Sin embargo, constantemente (y todavía a veces) me enfrento a suposiciones: debo ser pobre, las mujeres musulmanas no están educadas (aunque Sri Lanka ni siquiera es mayoritariamente musulmán, pero bueno), o que debo conocer de memoria cada página del Kama Sutra (Sri Lanka/India, ¿no es lo mismo?).
Vivo bajo esa mirada y no quiero reproducirla, sobre todo al viajar.
Seamos honestos: la mayoría de nosotros no miraríamos con condescendencia a un finlandés o un irlandés, pero sí llevamos prejuicios inconscientes cuando visitamos países del Sur global.
Deconstruir los clichés
« No tienen nada, pero son felices. »
¿Cuántas veces has escuchado eso? ¿Qué significa “nada”? ¿No tener el último iPhone? ¿No poseer doce pares de zapatillas?
Hay que dejar de pensar que riqueza = felicidad, o que los habitantes del Sur global son pobres pero “espiritualmente ricos”.
Estos clichés reducen países enteros a un mismo estatus, borran la diversidad social y convierten a personas reales en símbolos simplificados.
También debemos cuestionar nuestra idea de lo que es “exótico”, “auténtico” o “intacto”, a menudo derivada de relatos coloniales. Me declaro culpable.
Viajamos a India para ver mujeres misteriosas con sari, a México para encontrarnos con hombres con sombrero en la cabeza, a África para experimentar “la verdadera África pobre, misteriosa y un poco aterradora”.
Proyectamos imágenes tomadas de películas, libros o del imaginario colectivo, sin darnos cuenta de que estas frases arrastran siglos de explotación y objetificación. Y, además, nos sentimos decepcionados cuando la realidad no coincide con nuestros fantasmas.
Evitar las lógicas de opresión
Aunque el turismo se ha democratizado mucho en los últimos años, los blancos provenientes de los países occidentales siguen representando la gran mayoría.
En cuanto a las personas racializadas que también viajan desde Occidente, algunas tienen mentalidades colonizadas internalizadas. Una vez más, me declaro culpable.
Es crucial decolonizar nuestra mente para no aplicar la ideología de dominación que aprendimos en la escuela o en los medios a los lugares que visitamos.
Debemos escuchar las voces de las personas locales, aquellas que conocen la vida cotidiana, la sociología y la política, y dejar de hablar en su nombre.
Conocer a los locales y apoyar su economía
Para mí, la mejor manera de practicar el turismo descolonizado es conocer a los locales con la mente abierta, dejando de lado mis suposiciones.
Hablo con ellos, escucho sus historias y comparto las mías. A veces los escuchamos como si tuvieran que entretenernos, cuando en realidad se trata de un verdadero intercambio.
Trato de entender sus puntos de vista sobre política, educación, salud, cómo los tratan los turistas y su visión del futuro del turismo en su país.
Pero no todo se trata solo de palabras.
Una excelente manera de conocerlos es vivir con ellos. Por eso priorizo los homestays sobre los hoteles, intento ayudar a preparar la comida, ir al mercado local, participar en clases de cocina o de cerámica. Comparto largas conversaciones alrededor de un té o en la estación de autobuses.
Cuando es posible, compro a los locales: agua en las pequeñas tiendas, cosméticos en cooperativas de mujeres, souvenirs de artesanos, etc.
Siempre viajo con estos principios de turismo responsable, consciente y descolonizado en mente. Pero, a veces, fracaso. Me frustro ante los comentarios de otros viajeros o frente a mis propios pensamientos intrusivos.
Pero nadie será perfecto nunca. Todos hemos sido alimentados por visiones globalizadas del viaje, y desaprenderlas lleva tiempo.
Es un trabajo constante que espero que cada vez más personas decidan comenzar.
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